La historia oficial, esa prolija costurera de mitos patrios, ha erigido a Cuauhtémoc como el último suspiro de la dignidad mexica, el joven monarca que, en el peor día de su vida, pidió a Hernán Cortés que terminara con su existencia. Pero la historia no es un relato lineal, es un campo minado de interpretaciones. A cinco siglos de su muerte, el emperador sin imperio sigue siendo la imagen de la resistencia última, el sueño frustrado de un México que nunca dejó de ser conquistado.

Si la posteridad fuera justa, Cuauhtémoc estaría hoy en el Paseo de la Reforma, no como estatua sino como pregunta. ¿A quién defendemos cuando evocamos su nombre? En los discursos escolares, el joven tlatoani es el héroe inmaculado que se enfrentó al invasor con la dignidad de un pueblo que no se rendía. En los memes de redes sociales, es el hombre de fuego sometido a la tortura española, el patriota precoz que prefería el dolor antes que la traición. Pero en los registros de la cruda realidad, Cuauhtémoc no era un personaje sino una situación: la evidencia de que la historia la escriben los vencedores, y que la derrota puede transformarse en mito, si se la maquilla con la pátina del heroísmo post mortem.

Cuauhtémoc no sobrevivió sólo en bronces y nombres de calles, sino en esa insistente nostalgia nacional por el tiempo en que aún no éramos vencidos. Como ocurre con los grandes mitos, su imagen se reinventa según las urgencias del presente. En el siglo XIX, era la prueba de que había patria antes de la Conquista; en la Revolución, era el modelo del mexicano que se enfrenta al extranjero sin medir las consecuencias; hoy es, según convenga, el testigo de una herida no cerrada o el pretexto para darle sentido a nuestra eterna sospecha de estar dominados.

A 500 años de su ejecución en tierras centroamericanas, Cuauhtémoc sigue recorriendo las calles de un país que lo invoca cada vez que necesita un referente de resistencia. Y mientras los discursos oficiales lo conservan en la vitrina de la solemnidad, la ciudad lo recuerda en su propia y extraña jerga: en las avenidas que llevan su nombre, en el billete de 50 pesos que aún circula y en las playeras de los mercados populares donde su rostro, impreso junto al de Emiliano Zapata y Pancho Villa, nos recuerda que en México la rebeldía es, ante todo, un ejercicio de nostalgia.

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